El terroir argentino demuestra que la Argentina es un país diverso y rico en posibilidades. Sólo con pensar que la cordillera de los Andes permite explorar suelos y alturas en un rango muy diverso, los y las consumidores pueden hacerse a la idea de que en este rincón del mundo lo que hay son muchas, infinitas posibilidades y desafíos del terroir.
Con una condición: Los Andes proponen al mismo tiempo una serie de dificultades que quienes producen vino tienen que enfrentar y que forman sus principales desafíos. En eso, la naturaleza es sabia: así como provee ciertas condiciones ideales, restringe otras. Con esa ecuación hay que lidiar en cada caso.
Desafíos del terroir argentino
Entonces, los desafíos del terroir son:
Las heladas. Las zonas vitivinícolas están emplazadas al oeste y sur del país. Al norte, en una delgada línea que recorre la cordillera, mientras que desde el paralelo 36°S en adelante la vid se extiende hacia el llano. Esa franja hace que la viña esté plantada en lugares continentales, secos, al reparo de la influencia del Pacífico y del Atlántico. De esa condición de sequedad se desprende uno de los desafíos más críticos para la producción de vino: las heladas de primera.
Cada año, con el avance de la primavera y la llegada del calor, que es bastante abrupto en el oeste, desde septiembre llegan puntuales las heladas tardías. En un ambiente seco y sin el buffer que suponen las grandes masas de agua, basta el ingreso de un frente frío para que la temperatura descienda peligrosamente hacia los cero Celsius o incluso más abajo.
La combinación de calor creciente empuja la brotación de la vid, mientras que los picos de mínimas, ponen en riesgo esos brotes, un riesgo que se extiende en teoría hasta el 15 de noviembre. Cada año estas heladas se llevan una parte de la producción. En la vendimia 2023 ese monto ascendió a un 25% de la producción global del país.
El granizo. En los viñedos de Mendoza y San Juan el granizo es una amenaza seria. Por eso se emplean mallas de tela antigranizo en la mayoría de ellos. La tela, de paso, tiene un efecto moderado de sombra, pero no determinante. Ahora bien, un viñedo desprotegido por el que pasa una manga de piedra queda sin hojas ni frutos en unos pocos minutos, produciendo un daño difícil de reparar en el curso de una sola añada.
Las tormentas graniceras, a diferencia de los frentes de lluvia, son muy spot: donde quiera que la nube alcance la altura y las condiciones suficientes, el granizo se forma y precipita a lo largo de su recorrido. Son unos cientos de metros de ancho por algunos pocos kilómetros de largo (el promedio estadístico de afectación por tormenta ronda las 696 ha, según Caretta et all, 2003).
El granizo afecta el oeste del país, porque en el verano el desierto se calienta con la energía del sol y, en una atmósfera ligeramente húmeda por los vientos del Atlántico que llegan atraídos por este centro de baja presión, genera un plató de formación de tormentas. Por esa misma razón se suelen salvar de su efecto las zonas de altura. Aunque, a decir verdad, la única forma de estar a salvo del granizo es tener la malla antigranizo en condiciones.
El sol inclemente. En la mayoría de las regiones de vino europeas, por ejemplo, el sol no es un problema sino una bendición. Sin las horas largas del verano en zonas de latitudes elevadas como la Champagne, a los 49°N, no habría chances de madurar las uvas; tanto que incluso se deshojan las plantas para que el sol actúe sobre algunos aromas herbales.
Pero en latitudes más bajas, como 33° para Mendoza o 27° para los Valles Calchaquíes, la combinación de sol y temperaturas puede resultar quemante. Por eso en esta porción del terroir argentino se cultiva en altura, de forma que las temperaturas se moderen a la baja. En contraste, a mayor altura aumenta la radiación solar.
Aproximadamente un 12% cada mil metros a contar del nivel del mar. Será un 12% más en el llano de Mendoza y ascenderá hasta un 36% en los 3000 metros de algunos viñedos de Salta. En ellos el sol es un factor determinante: proteger a las uvas de su efecto es necesario, promoviendo el follaje y generando buena ventilación para contrastarlo. De lo contrario, los sabores a frutas cocidas o quemadas serían la norma.
Falta de agua. En los desiertos del oeste la irrigación es necesaria, dado que no llueve más de 150 mm al año como un promedio muy general –hay zonas de 100 y otras de 250 mm–. Lo que significa que la planta necesita cubrir con agua de riego al menos el 60-80% de su necesidad anual, según el tipo de suelo y clima. Para regar, sin embargo, los ríos deben traer agua y los acuíferos recargarse con la nieve.
Desde la década de 1990 el registro de nieve caída en Los Andes centrales indica un retroceso de esas precipitaciones y por tanto una caída en el caudal de los ríos y en la capacidad de recarga de los acuíferos subterráneos. Si a esa situación se le suma que el consumo humano es lógicamente prioritario, el vino enfrenta una encrucijada difícil: los viñedos que no tienen riego tecnificado y que están alejados de los ríos pierden cada año un caudal creciente de agua, lo que obliga a abandonar el viñedo a su suerte. En esas zonas, como el este de Mendoza y San Juan, el desierto le gana a la vid.
Sin embargo, aún no está claro que el último ciclo de nieve abundante –el que va de 1973 a 1998– no vuelva a repetirse puntual como lo ha hecho desde el siglo XIV, según consta en el Atlas Sudamericano de la Sequía. Por ahora, los pronósticos respecto al agua son reservados. Cuidarla al máximo es uno de los grandes desafíos del terroir argentino de las y los productores de vino.