Avanza un cambio de paradigma en el vino argentino

Avanza un cambio de paradigma en el vino argentino
Viñedos otoño Valle de Uco Chingolo sobre pie de viñedo

Se habla de parcelas y se establecen divisiones al interior de un viñedo que no siguen la traza de los callejones. Las bodegas incorporan tanques pequeños o huevos y los muestran como trofeos. Y además se lanzan vinos de alta gama en ediciones tan acotadas, que podrían llenar una cava privada. Todo parecería indicar que en el vino actual se sufre una suerte de encogimiento pragmático de las cosas. Sin embargo, la suma de estas pequeñas escalas tiene una raíz común: una nueva forma de pensar y hacer vinos.

En los últimos veinte años, se habló mucho de achicar el rendimiento de los viñedos para conseguir calidad. Y si a priori este viaje hacia la miniatura parece un eslabón más de aquella cadena, es solo en apariencia. Porque lo que pasa hoy es otra cosa, es la emergencia de un nuevo paradigma en materia de vinos. Así de simple. Así de complejo.

Los paradigmas son redes conceptuales invisibles para quienes están sujetos a ellas. Para los hombres y las mujeres de la Edad Media, a modo de ejemplo, la idea de un cosmos en expansión simplemente no cabía en su pensamiento, como no cabía otra posibilidad que la Tierra fuera plana como la veían y el mar tuviese un final en sus bordes. De igual manera, y salvando las distancias, hace dos décadas no cabía otra discusión en el vino argentino que cantidad versus calidad, parral versus espaldero, madera vieja versus madera nueva.

Pero ahora emerge un nuevo paradigma y, como tal, se visualiza en cosas concretas. En parcelas o tanques pequeños, por ejemplo. La matriz de ese cambio es más profunda, e invisible para los hombres y las mujeres que están inmersos en el cambio. Eso, hasta que se formulen las preguntas que arrojen luz sobre el sistema de las ideas, parafraseando al filósofo Thomas Kuhn, quien invistió al paradigma de este peso. Porque lo que cambió, en el fondo, fueron las prácticas y, con ellas, el sistema de ideas sobre las que pensamos y hacemos vino en este rincón del mundo.

La homogeneidad del pasado

Antes, la homogeneidad de un viñedo era garantía de calidad. Para lograrla, se debían desplazar grandes cantidades de tierra para hacer un suelo homogéneo. Se plantaban clones para obtener la mayor regularidad posible entre plantas. Además, se usaba una unidad administrativa para todo eso, que los ingenieros agrónomos heredaron de los campamentos militares: el cuartel. Para elaborar un cuartel homogéneo, se compraban tanques grandes —capaces de fermentar 10, 20, 30 mil kilos de uva— y luego se achicaban los volúmenes dentro de la bodega, conforme se partía esa unidad conceptual en otras menores destinadas a homogenizar estilos de vinos. Y así: la idea de una uniformidad que garantizara el plan administrativo y contable de la producción también llevaba a pensar los vinos en esos términos. De ahí la idea de enfrentar calidad con volumen.

Hoy sucede todo lo contrario. De la mano de plantaciones que se hicieron sobre suelos vírgenes, surgió otro cúmulo de ideas que, al mismo tiempo, dio forma a un nuevo paradigma en vinos. La diferencia, la diversidad, lo distinto es la clave de un vino lleno de matices. Y esos matices no deben ser, bajo ningún motivo, aplanados. Es más: hay que comprender al detalle qué los provoca y cómo trabajarlos para potenciar esa diferencia. Trabajar al detalle implica, literalmente, operar sobre escalas muy menores.

La diferencia del futuro

En ese paradigma de la diferencia, surgieron las preguntas acerca de qué la provocaba. Si el mesoclima era parejo para zonas vitícolas cercanas, el suelo resultaba la explicación más plausible, siguiendo el esquema francés de microterroir. Comenzaron así los planteos orogénicos, es decir, que explican la textura de un vino en los plegamientos de la cordillera y sus yacimientos de yeso que luego arrastraban los ríos hacia el llano. O bien, el estudio de los conos aluvionales para comprender la heterogeneidad de Altamira y Gualtallary, que resultan al mismo tiempo tan parecidos y tan distintos. O de las llanuras para el este de Mendoza, donde el viento de los siglos aportó suelos homogéneos y profundos, que producen uva en la uniformidad de su terroir.

Entonces, se dijo la industria del vino argentina en consonancia con la industria global, si hay diferencias, y ellas están en los suelos, conservarlas en el vino es clave. Y el fenómeno empezó a cobrar forma a contar de 2008. Ahí, el cuartel como unidad administrativa perdió valor. También el tanque grande. Y se inició, de paso, la búsqueda de una nueva palabra que nombrara a la próxima unidad administrativa: parcela, hilera, selección de suelos; también los descriptores que le dieran vida, como mineralidad o tiza. Bajo este nuevo paradigma del detalle, hace falta otra unidad de medida que sirva para nombrar las diferencias entre los vinos.

Un paradigma local

En términos de paradigma, el emergente está concentrado en explicar lo que hay de distinto incluso respecto del mundo. Para eso, no alcanza el varietal. No sirve el Malbec. Hace falta otra cosa. Y esa otra diferencia está en el suelo y en la gente. El conocimiento local, el que está acumulado y forma una trama de profesionales del vino, empieza a dar nuevos frutos. Una suerte de soberanía conceptual, que incluso barre con los asesores externos del lugar de estrellato que supieron tener. Y esta idea también permite plantear nuevas preguntas sobre los técnicos: los enólogos de hoy son otra cosa, son comunicadores además de expertos en la elaboración, son creativos y comerciales al mismo tiempo, y el rol del hombre de ciencia queda en manos del agrónomo.

Ya lo insinuó el siempre cuestionado Friedrich Nietzsche: la verdad es un ejército de metáforas a las que, para revelarlas, hay que romper a martillazos. En este ejemplo, el paradigma de la homogeneidad y la calidad sin matices está siendo golpeado y sepultado por la pala que abre una calicata en cada viñedo. O por una elaboración liliputiense, que tiende a llevar el vino a unidades que se cuentan en un puñado de hileras y barriles. El reino de la parcela y el microterroir. Así, emergen vinos con otro concepto, selección de enólogos, selección de barricas o de suelos, incluso de terroir. Porque lo que está cambiando en el vino argentino, en el fondo, es lo más invisible de todo: es una idea, un conjunto de ideas sobre lo que debe ser el vino y cómo hacerlo, que a su vez establece prácticas nuevas. En otras palabras, un nuevo paradigma. Por eso es tan apasionante lo que pasa en el vino argentino hoy. Y a la vez tan incierto y sujeto a disputas y rivalidades. Bienvenidos a una nueva era. La del paradigma de la diferencia.

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