¿Por qué los tintos argentinos tienen mucho color?

¿Por qué los tintos argentinos tienen mucho color?

Para quien esté familiarizado con los tintos de Burdeos o los del Véneto, un tinto argentino ofrece un color singular: apenas se lo sirve en la copa, lo primero que se advierte es su intensidad —de un rojo violáceo oscuro como la noche—, que impide ver a través de él. Y esa intensidad es clave.
Lo aclaramos para que no haya dudas: el color es un dato de calidad, quizá no técnico, pero sí de apreciación para el consumidor. Es, por así decirlo, una suerte de prejuicio positivo, ya que, a mayor concentración de color, el paladar se prepara para tintos más viriles, mientras que en el caso contrario la boca espera la amabilidad de los tintos ligeros. Algo que no siempre es así, pero que sirve como guía clave para el consumidor menos entrenado.

¿Cómo y por qué los tintos argentinos son subidos de tono? Nos explicamos. Dado que el color de la uva es un efecto protector de las semillas hacia los agentes externos, como el sol que las quemaría, su emergencia está íntimamente ligada a factores físicos y químicos de fácil comprensión. En pocas palabras, opera como un polarizador, que absorbe los rayos UV y protege al embrión dentro de la semilla.

En el caso de los tintos argentinos, la razón para su intensidad hay que buscarla en un puñado de factores vinculados al tipo de terruños dominantes. Por un lado, todos están ubicados en zonas desérticas, donde el sol brilla más de trescientos días al año. Por otro, la altura, que ofrece un aire más etéreo y a la vez un filtro menos grueso para los rayos UV provenientes del sol. Hay un elemento más, sin embargo, que se desprende de ambos: en los desiertos, las noches son frías y es entonces cuando la planta descansa y fija las moléculas de color a las uvas. En conjunto, estos factores de terroir operan como se explica a continuación.

La química del color

El color del vino es producto de los pigmentos colorantes de la uva, conocidos como flavonoides. En los vinos blancos, estos reciben el nombre de flavonas, mientras que en los tintos, antocianos. Ambos tipos forman parte de la gran familia de los polifenoles contenidos, para el caso, en los hollejos de las uvas y, en menor medida, en la pulpa.

Por supuesto, el color, además de estar asociado al terroir, depende de la variedad de uva cultivada: así, los antocianos presentes en un Cabernet Sauvignon o un Merlot tienden a ser rojos, mientras que los de un Malbec, a lucir violetas. Y entre ellos, todo el espectro de matices posibles.
Ese tono, sin embargo, aumentará de intensidad según sea el terroir soleado o nublado. Un Merlot de Pomerol, Francia, tiene menos materia colorante que uno de Agrelo, en Mendoza. Y, en eso, la altura y el sol son factores determinantes. La regla sería: una zona luminosa dará como resultado vinos de colores intensos, mientras que los viñedos de climas fríos y menos soleados brindarán vinos de colores más ligeros.

Sin embargo, hay dos excepciones interesantes de apuntar. Una es que en zonas cálidas y sin amplitud térmica, donde la planta no puede detener su transpiración por la noche, consume sus polifenoles. El resultado son vinos de poco color, como sucede en los valles centrales de San Juan y el este mendocino, en Argentina.

El otro factor clave es la acidez de la uva. En vinos de acidez moderada a baja, el color tiende a ser menos brillante y virará hacia los tonos ladrillo y teja, aun cuando son rojos en su base. En vinos de acidez elevada, el matiz dominante será el buen brillo y los tonos rojos y violetas bien marcados. Y en esto, valga la experiencia del té para graficar cómo funciona el tema: mientras que recién infusionado es oscuro, cuando se le agregan unas gotas de limón vira hacia un ámbar más claro. Lo mismo sucede con el vino, pero sin limón.

Argentina y sus tintos profundos

El Malbec, cultivado en toda la Argentina, ofrece un ejemplo ideal para entender cómo opera el terroir a la hora de definir el color de un vino. Mientras que en Mendoza, donde se lo cultiva entre los 800 y los 1.400 metros de altura, desarrolla un color rojo violáceo, para los que están en zonas bajas el matiz será más rojo, y para los más altos, cada vez más violeta.

En la altura de los Valles Calchaquíes, en el noroeste, a unos 1.700 y 2.500 metros sobre el nivel del mar, el color es violeta oscuro, pero opaco y hasta casi negro. En esta zona, el sol es más intenso y la acidez de los vinos es menor.

En los exponentes patagónicos, en cambio, cultivados a 300 metros de altura pero más al sur, en terroirs más fríos, el color resulta violáceo y vivaz, muy brillante, donde la concentración la aporta un hollejo más grueso que el fruto desarrolla para protegerse de los fuertes vientos de la región.

Cualquiera sea el origen, una cosa es segura a la hora de ponderar el color de un vino argentino: siempre, al querer mirar a través de la copa, resultará casi imposible ver. La marca inequívoca de un terruño soleado y luminoso y de su contracara, las noches frías y oscuras concentradas en la copa.

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