¿Hasta dónde se puede ascender para conseguir terroirs más frescos? Esa parece ser la pregunta con la que juegan hoy los productores de burbujas. Hablamos de límites mentales y climáticos, que desafían la producción de espumosos en Argentina. Pero también hablamos de una historia larga que ya tiene correlato nuevo en las copas.
Fuera de Europa, nos es corriente la producción de espumosos. Pero Argentina es una excepción, y la razón es histórica: desde el siglo XIX, cuando las bodegas pioneras Santa Ana y Antonio Tomba establecieron los primeros espumosos elaborados por método tradicional, hasta la llegada de Chandon en la década de 1950, la relación con las burbujas ganó fuerza.
Así, hoy en nuestro país hay un mundo de espuma a pedir de boca de los consumidores: con 40 millones de litros elaborados y consumidos por año —según el Instituto Nacional de Vitivinicultura—, en el mercado doméstico hay burbujas para todos. Desde dulces muy dulces a secas muy secas. Desde espumosos tipo prosecos, festivos y frutados, a espumosos serios, con crianzas de hasta 70 meses sobre borras.
Cualquiera sea el caso, todas las burbujas están inmersas en un viaje hacia la frescura creciente, huyendo de las zonas más cálidas de Mendoza y la Patagonia. Y ese viaje tiene un fuerte correlato en ascenso: más arriba en los cerros, más cerca del límite para la vid, buscando condiciones especiales.
Burbujas de altura
Estamos a comienzos de octubre en Gualtallary, a 1.620 metros sobre el nivel del mar. A nuestra espalda queda el Cordón de Portillo, nevado desde la base hasta la cumbre. Desde los cerros, baja un viento muy frío, aunque no helado, que corre por el viñedo de Chardonnay aún dormido. Eso, aquí arriba. En el llano, allá donde el río Tunuyán dobla hacia el este —una curva que se aprecia bien desde lo alto—, las vides ya brotaron, estiran sus pámpanos y despliegan las hojas. La diferencia se explica por los casi mil metros de altura que hay entre una zona y otra: en términos de temperatura promedio, el equivalente a 10 grados centígrados menos.
“El frío —explica Onofre Arcos, enólogo de Chandon— ralentiza el proceso de crecimiento y de madurez de la vid.” Y no se equivoca. Ese frío es precisamente lo que buscaron en la década de 2000 las bodegas con horizonte de burbujas: un sitio en el que se pudieran obtener vinos más ácidos de forma natural. Así se garantiza la conservación en el largo aliento y ganan, de paso, tensión, algo que faltaba en la mayoría de los espumosos locales.
Como Gualtallary, en Chacayes, El Peral y Los Árboles, todos distritos del Valle de Uco, los viñedos de Pinot Noir y Chardonnay para base espumante se multiplicaron en la última década. De la mano de estas plantaciones, más arriba y más cerca del límite de vegetación para la vid —las heladas tempranas y tardías acortan su período de vida— los espumosos argentinos dieron un salto cualitativo importante.
Para Alejandro Martínez, enólogo de Rosell Boher, la acidez con que llegan las uvas es clave. “Nosotros trabajamos con uvas de altura desde el comienzo, allá por 2002, porque queríamos un estilo más fresco. Fuimos subiendo con los años incluso más. Y aprendimos que ofrecen mejores condiciones para la larga crianza sobre levaduras. Tanto, que nos animamos a hacer un Grand Cuvée con 70 meses sobre lías”, dice.
Con todo, a la fecha hay una elite de espumosos de altura, cuyas variedades están cultivadas entre los 1.300 y los 1.600 metros. Chandon acaba de lanzar al mercado dos ejemplares: un Brut Nature y un Rosé Brut Nature. “Ambos están elaborados con uvas de las fincas más altas”, explica Onofre Arcos. Pero no son los únicos: Finca Ferrer también trabaja sus espumosos con uvas de allá arriba, lo mismo que Dante Robino para su Brut Nature y Familia Zuccardi, que elabora un Chardonnay Blanc de Blancs que alcanza los 50 meses sobre lías.
Más arriba, cerca de la nieve
Entre tanto, las plantaciones de altura precisan manejos diferenciados. Desde el cultivo de clones champagneros al de viñedos más protegido. El sol y el viento, ahí donde la naturaleza es salvaje, son factores importantes de los que cuidarse. Lo mismo que el frío extremo. Más teniendo en cuenta que de lo que se trata no es de conseguir vinos expresivos sino de elevada frescura, con ácidos totales muy por encima del promedio y un potencial alcohólico muy por debajo del promedio.
Así, las burbujas de altura no superan el 13% de alcohol, aun después de la segunda fermentación. “Aquí arriba, en Tupungato —dice Sebastián Zuccardi, responsable de Familia Zuccardi Blanc de Blancs—, el grado no es un tema. Nos interesa más que nada la acidez total de las uvas, que naturalmente alcanza pH de 3,2 y algo menos después de la elaboración.”
El asunto es que esta ecuación resulta completamente nueva en los vinos de Argentina, y no solo para espumantes. De lo que se deduce que, con alcoholes potenciales más bajos, pH más bajos y frescuras más elevadas —esa es la sensación percibida—, hay toda una nueva vitivinicultura brotando al pie de las montañas. Por ahora, las burbujas sacan lo mejor de ella. Pero también es la punta de lanza para seguir subiendo. ¿Hasta cuándo? ¿Cuánto más arriba se puede ir? La pregunta, por ahora, no tiene una sola respuesta ni un techo claro, aunque sí algunas botellas para dar cuenta de los logros.
Foto: Tupungato Winelands