En el piso de un patio en Salta, en una finca en Mendoza, en un balcón en Buenos Aires. No hay obstáculos para un asado en Argentina. Porque los argentinos, donde sea y con el clima que sea, prendemos el fuego y ponemos la carne a la parrilla. El asado, sin embargo, reconoce algunos códigos y sutilezas que lo convierten en algo más completo que una mera cocción de carne. No en vano Francis Mallmann y Ariel Rodríguez Palacios, dos de los más destacados cocineros de la TV, sacaron libros sobre el arte de asar en los últimos años, que fueron éxitos de venta tanto dentro como fuera de Argentina.
Entre las cosas que destacan de la forma argentina de asar, y entre las más difíciles de conseguir, el tiempo es clave. Porque desde que se prende el fuego hasta que se come y termina la sobremesa pasan varias horas. Un tiempo prudencial para conseguir la fusión justa entre las grasas, la sal y el sabor que aporta el humo a la carne. Tiempo para conversar, enterarse de los asuntos de los demás, contar chistes, opinar sobre la técnica del asador y los vinos que trajo cada uno. Tiempo en el que transcurre el otro asado, el que no nombra la carne a la brasa sino el encuentro de amigos y familiares y del que el vino tinto es un protagonista esencial y a la vez silencioso. Pero ¿cómo es un asado a la argentina?
La antesala del fuego
Los asados en Argentina tienen un responsable. Generalmente, el dueño de casa, que compra la carne en su carnicería amiga —porque ahí conoce al carnicero y confía en él—, también la verdura y el pan. Como responsable anfitrión, planifica la compra de las cosas al detalle. Para un buen asado, calcula medio kilo de carne por adulto y reparte los cortes para que haya variedad. Unos chorizos de cerdo, un vacío, costillas, entrañas y algunos lujos. Cada parrillero tiene los suyos: chinchulines, mollejas, riñones, achuras que sazona a su gusto personal. Y también compra, si es viejo conocedor, una caja de vino por si la jornada se estira. Aunque la bebida, es casi una ley, corre por cuenta de los invitados.
Con este simple mecanismo de repartición, se establecen dos cosas fundamentales: el rol del parrillero, por un lado, y el jurado de notables, por otro. Estos últimos serán los encargados de juzgar la habilidad del parrillero y de agasajarlo con buenos vinos, que serán bebidos por todos.
El fuego y sus variantes
Existen muchas técnicas y formas de hacer un fuego en Argentina. Porque en los climas secos se emplean leñas nativas, duras y de brasas potentes, mientras que en los climas húmedos se usa carbón de origen vegetal. No obstante, un parrillero entrenado siempre usará alguna madera especial para aportar un detalle de sabor a sus cortes.
Como sucede desde tiempos remotos, el fuego cautiva y se convierte en centro de la reunión. Ni bien la llama está garantizada y el asado empieza a caminar, se descorcha la primera botella. Nunca es el mejor vino de la reunión, ese se reserva para cuando la carne esté lista, pero sí uno bueno que vaya templando el cuerpo. También aparece la picadita: no mucho más que un par de quesos y algún embutido, para que el vino no esté solo en la mesa.
Carne a la brasa
El periodista Michael Pollan publicó el año pasado un libro titulado Cocinar. Una historia natural de la transformación, en el que dedica 124 páginas a justificar el hecho de que la carne a la brasa es la mejor forma de cocinar. Revela secretos sorprendentes sobre la técnica del asado, que podrán maravillar a un neoyorquino o madrileño, pero que no despiertan ninguna sorpresa en un argentino.
Pollan sostiene que la carne se hace lenta, dominando la técnica del fuego, y que así salen cortes jugosos, llenos de sabor. Y eso es precisamente lo que sucede en cualquier asado argentino. El asador extiende un poco de brasa bajo la parrilla y pone la carne a que el calor suave y sin llama haga el trabajo. Su responsabilidad es mantener el calor y producir una cocción lenta hasta que aflora en la superficie de la carne el jugo que lleva en su interior. Ahí la da vuelta y ajusta la cantidad de brasas. Su pericia, sin embargo, está en controlar la cocción al tiempo que participa de la conversación animada y la picada. De hecho, uno de los momentos esenciales de todo asado en Argentina es ese punto en el que cualquiera de los invitados, como un juez con fueros propios, acota alguna cosa que cree no está bien hecha. Es parte del folclore. Y todo parrillero que se precie sabrá desoírla o argumentar sobre su técnica.
El punto justo
En Argentina, hay provincias que comen el asado cocido, como Mendoza o San Juan, y otras que lo prefieren bien jugoso, como sucede en la provincia de Buenos Aires. Cualquiera sea el punto, una cosa es segura: ya sentados a la mesa, el parrillero sirve en una bandeja los cortes según un cálculo preciso de posibilidades.
Primero los chorizos, luego las achuras y al final los cortes de carne. La razón no es simple de explicar. Los niños, si hubiera, se llenan rápido con los primeros bocados, mientras que las especialidades llegan para los adultos como bocados preciados que requieren paladar. Al cabo, se sirve la carne en rondas, aunque el orden es muy personal: una porción de vacío, otra de entraña, otra de costillas, a fin de que todos coman al mismo tiempo piezas similares.
Es entonces cuando el vino gana protagonismo. Sosegado el apetito, se descorchan los mejores tintos. Generalmente Malbec o Cabernet Sauvignon, o blend de ellos, que tienen estructura para acompañar los cortes vacunos. Y cada uno de quienes trajeron las botellas, si el vino gusta o no gusta, es sometido al juicio del resto. Como le sucede al asador, al invitado también le llega su turno. Y con este sencillo mecanismo de quitas y desquites, el asado avanza. En general se estira unas cuatro horas o más: dos de cocción, una de comida y otra de sobremesa, que suele ocupar toda la tarde. En ella se saborean los vinos y, con la panza llena y el corazón contento —como dice un refrán local—, el asado sigue su rumbo errático hasta bien entrada la tarde, sea en el living de una casa, en el patio bajo los árboles o en la parrilla de algún club.
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