Cinco bocados para saborear la Argentina

Cinco bocados para saborear la Argentina

Que el asado es una especialidad argentina es archiconocido. Es verdad: no tiene nada que ver con la BBQ de otros países, ni por los cortes de carne ni por el tipo de liturgia. Pero si un viajero pone los pies en Argentina y solo come asado, se perderá buena parte de sus cosas ricas. A continuación, listamos algunas ricuras indispensables para un paladar trotamundos de paso por nuestro país.

Entraña y costilla. Con el nombre genérico de asado, los argentinos denominamos la cocción a la parrilla. Pero también llamamos asado a la reunión, al hecho de comer con familia y amigos, lo que sea que sale de esa parrilla. Precisamente por ello, cualquier argentino es capaz de distinguir, con un golpe de vista, qué cortes son los que crepitan sobre los fierros. Y entre ellos, dos merecen especial aclamación. Uno es la entraña, ni más ni menos que el diafragma de la vaca. Una lonja de una carne de sabor intenso, que viene sellada por dos láminas de cuero duro. Hecha vuelta y vuelta, bien jugosa, es un bocado clave para empezar a servir el asado. El otro corte clave son las costillas. Se las sirve arqueadas, cuando están cortadas en tramos largos, o bien en banderita, si el corte es del ancho de un dedo. Cualquiera sea el caso, separar la carne de hueso en una costilla es como elegir la mejor parte de un todo. Imposible volver sin haber atravesado esa experiencia.

El helado de dulce de leche. Un poeta mejicano, a su paso por Buenos Aires, escribió que en esta ciudad los helados deberían llamarse poemas. Y no se equivocaba incluso si corría la frontera de la ciudad hacia el resto del país. La inmigración italiana y las buenas vacas lecheras de la pampa hicieron de la tradición heladera una de las más serias del mundo. Apellidos como Persicco o Sopelsa y nombres de fantasía como Chungo, Jauja o Altra Volta dan cuenta del sello italiano. En verano o invierno, sentarse en una heladería es una gloria. Más si el helado es de dulce de leche, sabor del que las heladerías más preciadas tienen un puñado de variantes: granizado, con chips de chocolate; súper dulce de leche, con vetas del manjar sin helar; con banana o frutos rojos. Cualquiera sea el caso, una cosa es segura en materia de helados: basta probarlos una vez para recordarlos siempre.

Los alfajores. Un kiosco argentino ofrece muchas golosinas, y entre ellas, el alfajor: dos bizcochos que apresan en su interior un cuantioso colchón de dulce de leche, nutella, chocolate o dulces de fruta, todo bañado en chocolate o azúcar impalpable. Como colación, tentempié, desayuno, muestra de afecto o suvenir de un viaje, los alfajores ocupan en la boca de los argentinos el lugar dilecto entre los dulces. Tanto, que hay ciudades famosas por sus invenciones. Mar del Plata, al sur de Buenos Aires, sede de alfajores Havanna. Balcarce, por los homónimos. Córdoba, cuya especialidad son los alfajores de galleta marinera y fruta. Haga lo que se haga en Argentina, el viajero debe poner en su mochila un par de alfajores para obsequiar a sus amigos. Solo así habrá cumplido el rito local de llevar alfajores al regreso.

La empanadas. En toda América Latina hay empanadas, esos pasteles de masa delgada rellenos de carne, verdura, jamón y queso o muchas cosas más. Las inventaron los árabes y las popularizaron los españoles en el continente. Ahora bien, Argentina es la meca de la empanada. En cualquier barriada, hay un local al que llamar por teléfono para que traigan una docena al hogar. Mientras que, según la provincia, las empanadas tienen diferente tamaño, aunque todas son a base de carne. En Salta, son pequeñitas y suman papa y verdeo; en Tucumán, más grandes y con más cebolla y comino; en Mendoza, siempre al horno de barro y con aceitunas, entre muchas otras variantes. Tan amplio es el mundo de la empanada, que el presidente Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874) aseguró que Argentina sería un país unido el día que se pusiera de acuerdo sobre la receta. El viajero, en cambio, le sacará provecho a esa variedad.

Los tintos de altura. En el mundo, hay muchas regiones vitícolas que tienen viñedos altos. Pero entre los destinos sobre el nivel del mar, Argentina ofrece algo hasta ahora muy singular: viñedos que trepan incluso a los 3.100 metros, con el grueso de la producción de calidad entre los 1.000 y los 2.000 metros. Esta condición hace que los tintos, sobre todo, resulten muy expresivos y llenos de color. Algo que nos gusta a los argentinos, quienes consideramos, sin mucho fundamento, que un buen tinto debe ser oscuro como el petróleo. En cualquier caso, para probar vinos luminosos, nada como ir a Salta, La Rioja o Mendoza y pasearse copa en mano por las montañas.
Si no, siempre se puede empezar a beberlos en el living de casa, mientras se sueña con el viaje a Argentina y sus manjares futuros.

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