En las tres pantallas de la computadora se ven esquemas de una finca. En la de la derecha, unas manchas verdes, rojas y amarillas representan el índice de vigor de las plantas. En la del medio, en cambio, hay puntos de diversos azules y detallan la temperatura en cada sensor del viñedo. En la tercera, en forma de líneas de colores en el sentido de los surcos, se observan trazos de naranja y amarillo, según sea la conductividad eléctrica del suelo.
Los tres monitores están instalados en medio de Finca La Colonia, de Bodega Norton, en Agrelo, y forman el corazón informático por medio del cual, el Gerente de Fincas Pablo Minatelli, enfoca la producción para la vendimia 2015. «Lo que hacemos con esta nube de información es tomar mejores decisiones -explica- ya que empleando toda la tecnología que está disponible en el mundo del vino podemos observar qué sucede casi a nivel de cada planta. Y eso nos permite ser muy eficientes en el manejo, para poder llevar las más de seiscientas hectáreas propias con las que trabajamos», dice.
Lo que hace Minatelli y su equipo hacen se denomina “viticultura de precisión”. Un concepto que ha ganado mucho terreno en las bodegas argentinas a la luz de las nuevas tecnologías disponibles en la última década. En pocas palabras, consiste en monitorear el viñedo empleando tres herramientas novedosas en el mundo del vino: los índices de crecimiento por medición infrarroja, conocidos por sus siglas en inglés NDVI (The Normalized Difference Vegetation Index); los de conductividad eléctrica del suelo; y su correlación con la humedad ambiente y temperaturas en el viñedo. Un cúmulo de datos precisos que, a la hora de obtener uvas de calidad, resulta clave.
Datos del cielo
Si bien nada reemplaza la observación directa del ingeniero agrónomo en la finca, en los últimos años ganó terreno la fotografía aérea para evaluar índices de crecimientos vegetales. En pocas palabras, se trata de sobrevolar un paño de vid -también se puede hacer a nivel del suelo, pero en esencia es igual- y tomar una fotografía de las vides. Pero no una foto cualquiera. Sino una imagen en la que se analiza la desviación de ciertos rangos de luz que, procesada, determina en qué áreas hay actividad fotosintética y el crecimiento es parejo, vigoroso o bien todo lo contrario, débil y desparejo.
Marcelo Belmonte es Gerente de Viticultura de Bodegas Trapiche. Bajo su tutela hay casi mil hectáreas de viña, propia y ajena. Y cada mes de enero, mientras el resto de los argentinos se toma vacaciones, él y su equipo reciben las primeras imágenes del índice NDVI. «Lo que nos interesa es conocer qué tan parejo crece un viñedo. Y, cómo se toman en la época del envero, es decir, cuando la uva cambia de color y define ya su patrón de crecimiento, las decisiones de cosecha», sostiene. ¿Pero cuáles?
En principio, en los viñedos destinados a la alta gama, «segmentamos las parcelas que ingresarán a la bodega por igual vigor. Esto nos permite, al menos en términos teóricos, saber que tal o cuál parcela de Malbec madurará al mismo tiempo. Y con eso programar la cosecha en términos bastante exactos. Claro que no es la única variable», explica Marcelo Belmonte. Porque esta foto, es sólo una parte de la verdad.
Bajo el suelo
Parece una obviedad, pero las plantas se nutren de lo que hay bajo la superficie de la tierra. En el suelo, entre piedras, arenas, arcillas y limos -que en conjunto forman la textura del suelo- hay diversa disponibilidad de minerales. Y de ellos depende la capacidad de la planta para crecer. Especialmente de la disponibilidad de Nitrógeno, Fósforo, Potasio.
Minatelli lo expresa con claridad: «si sólo observamos la foto aérea, vemos una parte de la película». Porque lo que muestra el índice de crecimiento debe tener un correlato bajo el suelo. De forma que “las parcelas de cosecha, además de responder al vigor de las plantas, que es lo que vemos en las fotos aéreas, las determinamos por tipo de suelo», explica.
¿Cómo se conoce el tipo de suelo? Por un lado, con la observación directa. Se cava un hoyo en el viñedo -se los llama calicatas- y se estudia la composición, la textura y la profundidad a la que humedad y raíces llegan. Pero claro, el agujero sólo es una pequeña postal en una gran finca y no resulta representativo de toda la superficie. Por otro, se realizan periódicamente -cada dos o tres años- estudios de conductividad eléctrica. Se recorren las hileras con un four track que lleva adosado una plancha de teflón. Esta plancha corre a ras del suelo y realiza mediciones de conductividad eléctrica en la superficie y a determinadas profundidades. Como la capacidad de la electricidad para cruzar el suelo depende del agua y las sales que estén disueltas en ella, se deduce la composición mineral y por tanto la disponibilidad para la planta. «Entre calicatas y conductividad del suelo -explica Belmonte- se tiene una idea bastante exacta de lo que hay disponible para la planta», afirma.
Eso es exactamente lo que muestra la pantalla central, ubicada en el departamento de investigación que conduce Pablo Minatelli. Los colores, al ojo poco entrenado, no dicen mucho más allá de ciertas regularidades tonales. Pero para este ingeniero agrónomo encierran el secreto de la cosecha y las labranzas del año entrante: «parcelamos el viñedo según criterio de vigor y equilibrio -dice- y con eso conseguimos aislar las principales variables de crecimiento de planta buscando una madurez pareja. Con este plano trazado, desde el mes de enero recorremos la viña a pie, para observar lo que el monitor no muestra y sí conoce la experiencia», sentencia.
Temperatura y cata
Estos datos, sumados a los de las estaciones y sensores que monitorean temperatura de suelo y atmosférica, humedad relativa del suelo -hasta 1,5 metros de profundidad- y relativa ambiente, y a los partes meteorológicos -que hoy cubren hasta quince días hacia adelante- forman una nube compleja de procesar. Pero, ingresados en los ordenadores, ofrecen un modelo que, año a año, y con la experiencia real, gana agudeza y precisión. Lo que explica, de paso, el nombre del método de trabajo: viticultura de precisión.
Al cabo de una década y más de investigación, por ejemplo, se alcanza a comprender el detalle de cada terroir y la capacidad de cada sector de la viña para dar origen a vinos diferentes. Pero al mismo tiempo, la viticultura de precisión permite trabajar hacia el futuro. Ahí donde el suelo es pobre en materia orgánica, aplicar un compost para mejorar la disponibilidad y la textura. Ahí donde el viñedo tiene poco vigor, realizar una poda diferenciada -con menos yemas, para que la planta no desgaste energía- y así obtener una maduración pareja. O bien, en las zonas en que se obtienen vinos realmente especiales, comprender cuáles son las causas y buscar cómo y dónde replicarlas.
Porque esa es la cuestión de fondo: conseguir uvas en equilibrio que se ajusten a los vinos que se quiere elaborar. Algo que, más allá de las tecnologías disponibles para su análisis, sigue siendo un asunto absolutamente estético y personal. En pocas palabras: lo que gusta no puede decidirlo una máquina. Y a la hora de convertir uvas en un éxito de sabor, los monitores, las mediciones y las fotos aéreas resultan una guía precisa pero no completa. Por suerte para enólogos e ingenieros, que siguen siendo responsables de las decisiones y los criterios.