Pocos lugares de la Argentina vitícola son tan ejemplares como Paraje Altamira a la hora de entender hacia dónde va el vino local. La razón hay que buscarla en la misma historia del Paraje: en cómo se transformó, desde un lugar sin límites precisos, en una Indicación Geográfica (IG) perfectamente establecida en los últimos tres años. Tanto, que hay una veintena de marcas en el mercado que la emplean con orgullo, mientras que los criterios usados para su delimitación son los que empiezan a fijar el resto del mapa argentino. ¿Cómo sucedió?
Al sur del Valle de Uco, pegado a La Consulta, en San Carlos, a lo largo del siglo XX existió un lugar indeterminado en el que los viejos viticultores conseguían excelentes uvas y al que le llamaban Altamira. Nunca estuvo claro dónde empezaba o terminaba, porque no había límites políticos notorios, ni se sabe bien por qué se llamó así. Pero sí es indudable que los vinos resultantes de ese lugar fueron siempre distintos: por concentración de color y taninos, por aromas y por frescura, venían bodegas de toda Mendoza buscando sus uvas.
Altamira consolidó así cierta fama, aunque esa fama no sirviera para consolidar los límites de una IG. Y justo en el momento en que su nombre empezaba a ser invocado en lugares cada vez más distantes para aprovechar esa fama, nuestro país arrancó con la caracterización de terroirs y nació la oportunidad para delimitar una región con claridad. El problema era cómo hacerlo.
Discusión técnica
En 2013 y a expensas de las bodegas Chandon, Catena Zapata y Familia Zuccardi, la cátedra de Edafología de la Facultad de Ciencias Agrarias de la Universidad Nacional de Cuyo (UNC) comenzó un trabajo tendiente a establecer los límites precisos de una IG. Una cosa era segura en ese momento: uno de esos límites lo marcaba el cauce del río Tunuyán, que además forma la matriz del lugar, porque el área a estudiar ocupaba el cono aluvial del río.
Los ingenieros pusieron palas a la obra y realizaron un centenar de calicatas a lo largo del cono. Querían observar en el lugar lo que decían algunos estudios sobre las piedras, sobre las composiciones y las texturas de los suelos. Y así, con un mapeo preciso, establecieron las primeras regularidades. En efecto: había un área que, aun dentro de la heterogeneidad general, ofrecía cierta regularidad en presencia de carbonatos de calcio, de piedras y arenas, de profundidades y componentes nutricionales para la vid. Esa área, asimismo, coincidía en parte con lo que los viejos viticultores llamaban Altamira.
Con ese estudio terminado, se presentó un primer pedido de IG al Instituto Nacional de Vitivinicultura, que proponía límites para Altamira. Al mismo tiempo, como Altamira era una marca comercial en manos de una bodega, se estableció el uso de Paraje como una forma de diferenciar la marca de uso común de la privada. Y en 2014 nació Paraje Altamira: ofrecía una superficie de 4.790 hectáreas, de las que 1.363 estaban bajo cultivo.
No tardaron en aparecer oposiciones y discusiones sobre el tema, como siempre que hay que decir dónde empiezan y terminan las virtudes de las cosas. Con y sin razón, estaban los que decían que el mismo estudio —al que se le añadió uno del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA)— permitía establecer un área más grande. En cualquier caso, la IG fue sometida a revisión y recientemente ampliada. Quedó más chica de lo que pedían los más audaces y más grande de lo que restringían los más puristas. Con un total de 9.290 hectáreas y 2.786 plantadas a la fecha, Paraje Altamira es un ejemplo perfecto en la construcción de una IG. ¿Por qué?
Sano debate
Lo más interesante del caso es que se estableció un criterio técnico y se debatió en esos términos. Tanto el informe original de la UNC como el llevado a cabo por el INTA dan cuenta de una sana voluntad: conocer y establecer el conocimiento como la base de la caracterización del terroir. Y la diferencia, entre la postura ampliadora y la restrictiva, finalmente, encontró un punto medio con el que habrá que sentirse cómodo.
El otro elemento clave de esta historia es que, por primera vez para Argentina, se estableció una IG que no está atada a límites políticos, sino físicos y de paisaje vitícola, asociando al mismo tiempo características de los vinos. No es poca cosa. A ello se debería sumar un último dato: quedaron establecidas las bases para trabajar a futuro otras delimitaciones, se pusieron a punto algunas herramientas y al cabo se puso a prueba un modelo.
Eso es lo que resulta más importante. Tanto, que en otras dos IG propuestas y en estudio, como Gualtallary y San Pablo, también dentro de Valle de Uco, se emplean las herramientas usadas para Paraje Altamira, sumado a la experiencia acumulada.
Hay, sin embargo, algo que excede a la IG Paraje Altamira en términos físicos, y es lo que la convierte en un caso tan singular. Entre los viticultores de la zona, forman un puñado de productores con ganas de valorizar Paraje Altamira: ofrecen vinos de complexión homogénea, de precios elevados pero no irracionales y, al mismo tiempo, que trabajan en conjunto por la promoción del conjunto. Están los productores pequeños, como Traslapiedra, Lupa o Finca Beth; hay otros medianos, como Achával Ferrer y Finca Suárez; y por último hay algunos más grandes, como Chandon, Catena y Zuccardi. Eso le da una textura humana tan compleja y rica como la de los suelos que cultivan.
Por todo esto Paraje Altamira es un caso testigo. Supone un antes y un después a la hora de definir el futuro de los terruños locales, como también un importante precedente para lo que vendrá. Con esta base, lo que vendrá solo puede ser mejor.
Imagen: http://www.parajealtamira.org/media