Ya voy para mi séptima gira por todas las regiones argentinas del vino. Esto significa miles de kilómetros de largos y fascinantes recorridos en aviones comerciales y bimotores, en microbuses y camionetas de montaña, y, por supuesto, a pie y a lomo de caballo.
Uno ve desiertos, cielos de azul intenso, tormentas amenazantes (con granizo del tamaño de una pelota de golf), cactus milenarios, álamos erguidos para contener la fuerza del viento, suelos pedregosos, calcáreos y arenosos, montañas de colores, valles verdes y marrones, picos nevados, y amplias extensiones de verdes viñedos, tanto en regiones de altura, como en planicies y territorios de horizonte infinito como la Patagonia.
Uno duerme y despierta en estancias centenarias, posadas de pueblo, hoteles sencillos y de cinco estrellas, carpas improvisadas y spas de lujo a cientos de kilómetros de la civilización.
En este tipo de recorrido, es inevitable probar decenas de excelentes Malbec, en gran medida para entender cómo influye el clima y la geografía en el comportamiento de esta variedad tinta, catalogada como emblema de la vitivinicultura argentina.
Pero uno se detiene pocas veces ante los Cabernet Sauvignon argentinos. Y debo advertir que no pueden pasarse por alto.
Al igual que la uva Malbec, que adquiere personalidad propia dependiendo de la latitud o altitud donde crece, la Cabernet Sauvignon argentina es igualmente sorprendente, con rasgos propios dependiendo de si crece en altura o en valles más cálidos.
Lo más significativo es que, desde Salta, en el norte, hasta Río Negro, en Patagonia, en el sur, la Cabernet Sauvignon argentina carece de notas verdes y secantes, como aquellas que son características de su hermano de sangre, Chile, al otro lado de la Cordillera.
En Chile, el Cabernet Sauvignon, matizado por las frescas brisas del Pacífico, presenta notas a pimentón verde, mentol y eucalipto. El de Argentina, que crece bajo la influencia de un caluroso clima continental de alta insolación, se muestra especiado y jugoso, con insinuaciones de fruta negra madura, y a sensaciones de humo y chocolate negro. Es profundo, aromático y sensual.
En mis recientes encuentros con viticultores, enólogos y críticos argentinos ha quedado claro que la nueva era del vino argentino tendrá al Cabernet Sauvignon entre sus cartas.
El Malbec ha sido, sin duda, una forma de acercarse al consumidor internacional, gracias a su tersura y facilidad de consumo. Claro, existen etiquetas de Malbec de gran calado, pero la Cabernet Sauvignon siempre será la uva reina y la madre de los grandes vinos de la historia.
Uno podría enumerar aquí muchísimos Cabernet Sauvignon argentinos representativos. Pero no quiero dejar por fuera a nadie. Eso sí, lo invito a que se atreva la próxima vez que vea un Cabernet Sauvignon argentino en una lista de vinos o en el anaquel de un supermercado. En cualquiera de sus estilos –desde fresco y joven hasta añejo y evolucionado, descubrirá que podrá tomarlo sin que raspe o agote su paladar. Es el poder de una seducción muy argentina.