En 2014, las exportaciones de vino argentino mostraron números atípicos. Y, entre esos raros números, uno resultaba aún más curioso: los espumosos tenían una variación interanual en dólares del 10% que, comparado con una década atrás, resultaba casi el triple medido en divisas. Unos 21,3 millones de dólares, siendo fríos y calculadores.
A un observador del vino argentino no debería tomarlo por sorpresa. En principio, porque en la década que corre, desde 2005 a la fecha, hubo un importante salto adelante en materia de elaboración y estilos de espumosos. Salto que tuvo también un correlato interno de consumo, que más temprano que tarde se verificaría en las exportaciones. Sucedió en 2014.
Es que Argentina es una rareza en materia de burbujas. En producción desde el siglo XIX, en que unos pioneros pusieron la piedra angular, fue a mediados del siglo XX cuando la historia cambió para siempre: con los primeros cultivos de Pinot Noir —inicialmente en Río Negro, luego en Mendoza—, el conocimiento para elaborar espumosos creció vendimia tras vendimia. Y a fines de la década de 1990 sobrevino el desarrollo del Valle de Uco, con Chardonnay y Pinot Noir cultivados en zonas más frías de altura. Lo singular, sin embargo, es que se trata de terruños secos y soleados, la antípoda del resto del globo; algo que imprime su huella en el perfil de los espumosos locales.
Con el cambio de siglo, las condiciones estaban dadas para un reverdecer de los espumantes con estilos propios. De la mano de bodegas como Chandon Argentina, Navarro Correas, Mumm, Bianchi, Dante Robino, Norton y Nieto Senetiner, comenzó la carrera por reinventar el mercado; carrera que cambió la góndola para siempre y que hoy configura un escenario complejo, en el que muchas otras bodegas participan.
En palabras de Hervé Birnie Scott, director de operaciones de Bodegas Chandon, “en Argentina se vive un crecimiento de los espumantes, tanto externo como interno, ya que podemos ofrecer varios estilos de burbujas”. Algo que resulta una ventaja, en un mundo polarizado entre los espumosos evolucionados a la francesa y los jóvenes y aromáticos a la italiana. Ahora bien, ¿qué distingue a los espumosos argentinos del resto del mundo? Y, sobre todo, ¿qué hay que saber para beberlos?
Intensidad y juventud
Lo dijo la sommelier canadiense Sandra D’Amato durante su paso por Argentina Wine Awards: “Los espumosos argentinos tienen grandes posibilidades por su estilo joven y frutado”. Sus dichos apuntan, sobre todo, al fenómeno que se vive actualmente en torno al Prosecco italiano, que bate récords en mercados como el norteamericano. En comparación con el Champagne o el Cava, sobrios y evolucionados, a priori las burbujas argentinas podrían estar más cerca del Prosecco. Pero eso es solo una cara de la moneda.
El grueso de los buenos espumosos argentinos tiene un origen: Tupungato, en el Alto Valle de Uco. A más de mil metros sobre el nivel del mar, tanto Pinot Noir como Chardonnay adquieren frescura y expresión frutada. Cosechados a su vez tempranamente, conservan una alta acidez, piedra basal de intensidad y sabor.
En ese marco, los estilos jóvenes tienen un buen sustento. En ellos mandan los aromas primarios, de fruta fresca.
Sin embargo, en Argentina hay un alto expertise en la elaboración de los otros espumosos, los de estilo francés, más evolucionados. De hecho, gran parte de los espumosos elaborados por método tradicional tiene una toma de espuma que promedia los 24 meses. E incluso hay ejemplares que llegan a los 70 meses sobre levaduras, como la edición limitada que Rosell Boher lanzó a fines de 2014.
Pedro Rosell es uno de los enólogos que más conoce de burbujas en Argentina. Lleva décadas elaborando el método tradicional y, en su opinión, “los vinos espumoso locales alcanzan un pico de sabor en torno a los 24 meses y 36 meses. Se puede ir más allá, pero el mercado no lo justifica”, asegura. Al frente de Bodega Cruzat, elabora todos los estilos que hoy se pueden conseguir en el mercado, dentro del método tradicional: frutados y jóvenes, por un lado; con aromas evolucionados y recuerdo de pan brioche, por otro.
Las clasificaciones
“Mientras que el mundo parece dividido entre jóvenes y evolucionados, es interesante observar que Argentina ocupa un punto medio, por lo que hoy crece en el mercado internacional apostando a calidad”, sostiene Hervé Birnie Scott. Jóvenes o con crianza, a la hora de las copas, ¿cómo saber qué espumoso local beber con solo mirar la etiqueta?
Para empezar, 7 de cada 10 ejemplares pertenecen a la categoría Extra Brut, que en el resto del mundo sería Brut a secas. Es decir, vinos secos, de un sutil dulzor que no siempre el paladar percibe. Ejemplos cabales son Chandon Extra Brut, Cruzat Extra Brut y Bianchi Extra Brut. Mientras que solo 1 de cada 10 corresponde a Nature y Brut Nature, bien secos, como Cadus Brut Nature, Gran Dante Nature y Baron B Millésime Nature. Y el resto, repartidos en botellas de diverso dulzor, aunque siempre marcado, como Deseado, Vivace o Dulcet.
Así, los llamados Nature y Brut Nature juegan en el lado de los secos y evolucionados; con toda seguridad si además rezan en la etiqueta “elaborados por el método tradicional”. Los Extra Brut, como grupo grande que conforman, son difíciles de sistematizar, pero en las generales de la ley corresponden a los vinos frescos y frutados. Mientras que los Demi Sec y Dulces corresponden todos al grupo de espumantes joviales.
De la mano de estos últimos, crece una tendencia a nivel global, con un correlato local: la entrada de los espumosos en la coctelería. Con hielo, frutas o hierbas, los espumosos dulces encontraron en los consumidores jóvenes una nueva cultura de consumo enfocada en tragos, tanto en fiestas como en encuentros de amigos.
No obstante su nuevo lugar en las barras, el grueso de los espumosos argentinos se consume en celebraciones, sean aniversarios, casamientos, cumpleaños, cenas íntimas. Y así es como se presenta al mundo: como una bebida perfecta para descorchar a la hora del brindis. Siempre frío, nunca helado, la realidad numérica parece darle el gusto a la razón.