¿Por qué Malbec es sinónimo de Argentina?

¿Por qué Malbec es sinónimo de Argentina?

¿Cómo es que una uva completamente desconocida para el gran público consigue nacionalidad y estrellato? Esa es la pregunta que seguro se hacen todos los consumidores que por primera vez escuchan hablar de Malbec como la uva insignia de Argentina. Y tienen razón en formulársela. Porque es curioso cómo suceden las cosas en el vino para cobrar una forma precisa. La del Malbec es una historia curiosa también.

Malbec. Con ese nombre sonoro, cuyo acento está en la e (Malbéc), se nombra a una variedad de uva que ha dado vueltas por el mundo a lo largo de la historia. Con otros nombres, claro, como Côt, Auxerrois o Pressac. Pero vueltas al fin: desde su terruño de origen, en el sudoeste francés, en la localidad de Cahors —a unos 200 kilómetros de Burdeos—, hasta Crimea en Ucrania, Santiago de Chile, California, Australia y, por supuesto, Argentina.

Su fama se remonta al medioevo, cuando supo llenar la boca de los aficionados ingleses y franceses, en tiempo en que Burdeos no tenía ni la sombra de la fama actual. Y conquistar con su color oscuro y perfume frutado —era conocido como el vino negro de Cahors— el refinado paladar de Pedro el Grande (1672-1725), zar de Rusia. Precisamente a él, y a su sucesora Catalina (1729-1796), les debe Crimea su plantación de Malbec, que hoy da vida al vino llamado Kahor y que zozobra en las copas del Mar Negro.

En su peregrinar por el globo, sin embargo, el Malbec conoció el ascenso y la caída. Mientras que fue vino de papas y reyes en la tardía Edad Media y comienzos de la Modera —como detalla William H. Beezley en su trabajo “La senda del Malbec”—, su declive estuvo marcado por dos factores importantes. Uno, que los productores de vino de Burdeos cerraron el paso hacia los mercados a los productores de Cahors —el río Lot, afluente de la Garona, fue la arteria que causó una suerte de embolia histórica del Malbec— cuando los comerciantes de tinto no pudieron emplear más el río para exportar. Dos, la llegada de la filoxera, ese pulgón subterráneo que acabó con el viñedo europeo en pocas décadas. Y entre ellos, el Malbec, tal y como lo habían conocido los franceses.

¡A los botes!

Se salvó de la pérdida total, sin embargo, por un factor curioso. El mismo, hay que decir, que causó su debacle. Porque así como la filoxera llegó a Europa de la mano de naturalistas con ganas de conocer, que llevaron vides americanas al viejo continente, en cuyas raíces venía el polizón, los mismos naturalistas, movidos por un espíritu de empresa, sacaron las vides europeas hacia otros rincones del globo para ver si se adaptaban bien. Y entre esos rincones, Santiago de Chile resulta una parada clave.

Fue allí donde, en 1845, desembarcaron las estacas de Malbec para su propagación. No venían solas, claro, sino que eran parte de muchas otras vides que se implantaron. Llegaban con un plan: hacer de los valles chilenos una tierra promisoria de vinos, a imagen y semejanza de Francia. Imbuido del espíritu iluminista de la época, una de las figuras claves que alimentaron la idea de ese futuro fue Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888). Nacido en San Juan, Argentina, por razones políticas se había exiliado del otro lado de Los Andes. Visionario y emprendedor, Sarmiento propuso la creación de las Quintas Normales tal y como se hacía en la Escuela Normal de París, para formar a los productores.

El punto es que la idea de Sarmiento triunfó. A la vuelta de su exilio, trajo a la Argentina la idea y la experiencia. Fundó en Mendoza la Quinta Normal —un 17 de abril de 1853, conmemorado hoy como el Día Mundial del Malbec— y convocó para ello a Michel Aimé Pouget (1821-1875), quien se encargaba de la escuela en Chile. Con él y a lomo de mula, cruzaron la Cordillera el Malbec y las llamadas uvas francesas. Resulta premonitorio que el sitio que ocupara la quinta entonces sea el que ocupa hoy la Casa de Gobierno en la ciudad de Mendoza.

Desde ahí, el conocimiento de viticultura y el Malbec se irradiaron al resto de la Argentina. Primero hacia el norte, con paradas en las provincias de San Juan, La Rioja, Catamarca y Salta, donde ya se cultivaba la vid con esmero. Cincuenta años más tarde, al sur, a orillas del Río Negro. Con la salvedad, no menor, de que cada región realizó sus adaptaciones y multiplicó el Malbec su suelo y su clima. Los años le darían forma al patrimonio diverso que hoy ofrece Argentina para la variedad.

La francesa reverdece

Los memoriosos del vino argentino aún se refieren al Malbec como la uva francesa. Supo tener un momento de esplendor, cuando la industria del vino local llegó a su pico en la década de 1960. Entonces, y siguiendo los números publicados por el historiador Pablo Lacoste en “Historia del Malbec, cepa insignia de Argentina”, alcanzó el máximo de 58.600 hectáreas plantadas. Hectáreas que fueron luego arrancadas, porque el negocio del vino, como sucede con los vaivenes de la economía, entró en una profunda crisis. De consumo, en este caso y a nivel mundial: la gente tomaba menos vino que antes.

La década de 1990 significó, sin embargo, un momento de esperanza. En el mercado global se insertaron nuevos países consumidores, como Estados Unidos y Canadá, mientras que otros viejos bebedores, como Inglaterra y Holanda, descubrieron que la oferta de vinos del mundo era más amplia que la de sus vecinos europeos. Y como en un viejo cuento de hadas en que el protagonista despierta luego de un largo sueño, el Malbec, que había sabido conquistar los paladares más allá de los mares, volvió para encandilarlos.

Pero en el cuento había cambiado el escenario. Ahora Argentina era el único país en el mundo en el que se había multiplicado con creces la variedad (en Chile fue desestimado en pro del Cabernet Sauvignon). Y lo seguiría haciendo. Desde 1990 a la fecha, se plantaron unas 24 mil hectáreas de Malbec. Con un total de 38 mil cultivadas en 2014, el Malbec cubre toda la Argentina vitícola como en ninguna otra parte del globo: en Francia, el país con más hectáreas, cuenta con unas 5 mil, mientras que la suma de todos los productores, sin Argentina, alcanza las 10 mil.

Pero lo más importante es que, de la mano de terruños soleados y suelos pedregosos, el Malbec desarrolló un perfil completamente nuevo. Perfumado de frutas, musculoso de cuerpo y con el tacto suave al mismo tiempo, ofrece un sabor amable a los bebedores del nuevo mundo. Y así, en una vuelta más de la historia, una variedad que había caído en el olvido volvió a la jovialidad de las mesas. El resto es historia presente.

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