Hace poco tiempo regresé de un viaje, un largo viaje que me mantuvo lejos de los terruños argentinos para aprender de tierras de otros lares y diferentes latitudes, comprender otras culturas y dejarse empapar por otros vinos.
Me di cuenta que a veces hay que tomar distancia de lo más cercano para poder ver con mayor claridad. Y así es como nace esta reflexión sobre la realidad actual de Argentina como país productor de vinos.
Como siempre prefiero centrarme en la parte llena de la copa, les digo que aquellos que estamos cerca del vino, en cualquier etapa de la cadena, desde el productor hasta el consumidor, hoy estamos en un momento maravilloso para el vino argentino y su historia. Somos testigos y partícipes de un momento que desafía nuestros sentidos, emociones y esperanzas.
Escucho, leo, pienso, pruebo, pregunto. Y veo en Argentina tantas bodegas elaborando grandísimos vinos, tantas personas con el corazón inquieto, muchas veces haciendo oídos sordos a la razón. Empujando fronteras, corriendo límites que parecían inamovibles. La sensata elegancia de mujeres que aportan al vino cuestiones que los hombres nunca comprenderemos. Muchas almas desquiciadas, cuestionando los procesos, lo establecido, dando cada vez menos por sentado, dando un lugar a la duda, reabriendo sentencias que parecían cerradas; y todo por una gran causa, llevar al vino argentino a otro nivel de expresión y disfrute para los sentidos.
Tanta gente a quien confiar nuestros sueños y fantasías vínicas, tantos terruños por observar en silencio, ahí, contemplándolos; o a través de una copa, confiando en que el vino que nació en sus entrañas nos ha de contar lo suficiente.
Grandes generaciones nos trajeron a donde estamos ahora. Generaciones de personas incansables, tercas y generosas. Creando una nueva realidad, plantando vides en donde el desierto reinaba con carácter de absoluto, donde piedras y arenas se transportaron por milenios. Porque hacer vino no es para corazones tibios ni indiferentes, necesita de un fuego interno que quema, quema tanto que hay que liberar un poco de esas llamas.
Porque en esto de cuidar plantas y hacer vino hay embates que golpean con fuerza y acobardan al más bravo. Que una helada temprana, que una tormenta de granizo, que un zonda en floración, que una semana lluviosa, todo puede mellar el alma, pero el fuego sigue ardiendo y no se apaga.
Si a veces hasta pienso que el estrés de las plantas no sólo se debe a la falta de agua, a esos suelos pobres o a las condiciones climáticas extremas que moldean nuestros vinos. Por momentos creo que las vides se estresan de tanto ver a los técnicos ahí, en los viñedos, en sus parcelas, escudriñando su hogar, buscando nuevos desafíos para ellas, nuevas pruebas que sortear que las harán producir mejores uvas cada año.
Amantes del vino, ajusten sus cinturones, preparen sus copas y nunca dejen de buscar razones para festejar porque vienen en camino vinos increíbles, cachetazos a los sentidos, vinos llenos de alma y alegría, vinos que resultan de ideas alocadas, vinos que despiertan sensaciones que creíamos no tener.
Y se me viene a la memoria una frase de Pedro Bonifacio Palacios, conocido como Almafuerte, que en sus Siete Sonetos Medicinales dice “¡Todo lo alcanzarás solemne loco, siempre que lo permita tu estatura!”, y por aquí hay muchos locos, alcanzando estaturas impensadas.