Criolla chica: el renacimiento de una cepa patrimonial

criolla chica

En Argentina, tierra de malbec, una variedad histórica y casi olvidada ha resurgido generando nuevas expectativas en la vitivinicultura argentina: la criolla chica. 

Cuando hablamos de criolla chica nos referimos al listán prieto, una cepa tinta que arribó al continente americano a mediados del siglo XVI, durante los años de la colonización española, muy posiblemente desde las Islas Canarias, última escala de las embarcaciones antes de emprender la travesía desde Europa hacia el Nuevo Mundo. 

Junto al moscatel de Alejandría, esta cepa se extendió por los viñedos americanos, donde no sólo dio vida a los primeros vinos de la época, sino que, a partir del cruzamiento con otras cepas, originó una gran familia de cepas autóctonas que en Argentina reciben el nombre de criollas. Entre ellas destacan el torrontés y la criolla grande. Fue así que, con los años, dejó de llamársela listán prieto y adoptó el nombre de criolla chica, mientras que en Estados Unidos se la conoce como mission grape y en Chile, uva país.  

A mediados del siglo XIX,  la llegada de variedades francesas y el desarrollo de una vitivinicultura moderna quitó del centro de la escena a la criolla chica, que fue destinada a la producción de vinos sencillos y de bajo costo. Lógicamente, esto afectó su reputación. Como resultado, el INV (Instituto Nacional de Vitivinicultura) no la incluyó en la lista de uvas tintas de calidad, considerándola una uva de bajo potencial enológico. 

Renacimiento en marcha

criolla chica

Durante la última década, las y los enólogos comenzaron a buscar los viejos viñedos de esta cepa, intrigados por su adaptación a diversos terroirs y su historia profundamente ligada a la identidad vitivinícola de Argentina. 

Lo cierto es que el renacimiento de la criolla chica acaba de recibir un nuevo impulso a partir de la decisión del INV de incorporarla en la nómina de uvas tintas de calidad. 

A partir de esto, los vinos producidos con al menos un 85% de criolla chica pueden etiquetarse oficialmente como tintos. Anteriormente, a la criolla chica se la consideraba una uva rosada, lo que obligaba a las y los productores a etiquetar sus vinos como rosados, a pesar de que muchos de ellos presentaban las características visuales y organolépticas de un tinto ligero, como puede ser el caso de un pinot noir. Esta ambigüedad en la clasificación solía generar algunas complicaciones, especialmente al momento de la exportación. 


Entre quienes celebran la noticia, por ejemplo, se encuentra el experto británico Phil Crozier, que comenta: “Las variedades criollas están demostrando ser muy populares en el mercado independiente del Reino Unido. Creo que ofrecen una excelente entrada para Argentina y aportan a la diversidad y la historia de los vinos argentinos. Nos comparten historias de viñedos viejos, del este de Mendoza, de enólogos y enólogas jóvenes e inquietos, interesados en las variedades antiguas que además se muestran adaptadas al cambio climático. ¿Qué más se puede pedir?”.

De Argentina al mundo: la criolla chica como oportunidad

Este reconocimiento de la criolla chica como una uva tinta de calidad no sólo representa un ajuste técnico en las normativas, sino también una reivindicación de su valor enológico, además de presentar nuevas oportunidades para las y los productores y los y las consumidoras. En un mundo donde la autenticidad y la diversidad son cada vez más valoradas, la criolla chica emerge como una variedad que conecta el pasado con el presente, ofreciendo vinos frescos, ligeros y profundamente ligados al patrimonio vitivinícola argentino.

Al respecto, desde Brasil, el periodista de vinos Jorge Lucki señala: “Me gustan los vinos elaborados con uva criolla en Argentina, principalmente porque son buenos representantes de la tendencia actual que exige vinos más ligeros, vibrantes, equilibrados y con menor contenido de alcohol. Pero, sobre todo, porque reflejan tanto la tradición vitivinícola del país como la reactivación de esta variedad histórica en los últimos años. De ahí que sean importantes para sumar algo más a lo que Argentina puede ofrecer, bueno y actual para el mercado internacional”.


Por último, la reclasificación elimina otro obstáculo para estos vinos, como explica el winemaker Santiago Mayorga, de Cadus Wines: “Además de poder etiquetar estos vinos como tintos, algo más importante aún es que al estar incluida la criolla chica en la nómina de tintas de calidad, podremos implementar el uso de las Indicaciones Geográficas. Esto nos permitirá resaltar aún más la singularidad de la cepa en los diferentes terroirs donde se la cultiva”.

Qué vinos de criolla chica podemos probar

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En la actualidad, Argentina cuenta con apenas 320 hectáreas de criolla chica, que cada día son más preciadas por su valor patrimonial. “En Salta, la criolla chica se cultiva hace más de 300 años. Su valor histórico es muy destacable, pero también su adaptación al terroir que nos brinda la oportunidad de elaborar vino con mucho carácter y sentido del lugar”, suma Raúl Dávalos, quién elabora su criolla desde un viñedo antiguo de los Valles Calchaquíes. Obviamente, Mendoza cuenta con la mayor superficie de criolla chica, con la mitad de las hectáreas cultivadas, que se distribuyen entre los viñedos del este, Luján de Cuyo y Valle de Uco. 

Respecto a qué podemos esperar de una vino de criolla chica, la sommelier Valeria Gamper resume: “Estos vinos, además de su sabor único y patrimonial, ofrecen ligereza con delicadeza, jugosidad y una sabrosa textura en boca”. Estos son atributos ideales para quienes buscan vinos suaves, con identidad.

Entre los recomendados para descubrir la criolla chica, destacamos los vinos Pala Corazón criolla argentina de Lucas Niven, con uvas de Junín;  de Luján de Cuyo, Proyecto Las Compuertas de Durigutti Winemakers.  Para probar el carácter del Valle de Uco, el que Santiago Mayorga elabora para Cadus Wines, y Kung Fu Criolla sin sulfitos, de Matías Riccitelli.

También vale la pena probar los vinos de criolla chica de Salta, donde hay unas 40 hectáreas que alimentan exquisitas etiquetas como El Esteco Old Vines, Valle Arriba Criollita, Sunal Ilógico de Agustín Lanús y Vallisto de Pancho Lávaque.

San Juan, que suma unas 77 hectáreas, ofrece resultados excepcionales desde el Valle de Calingasta, donde destacan las creaciones de Cara Sur, bodega pionera en la reivindicación de este varietal. 

Por último, en la Quebrada de Humahuaca, en Jujuy, Diana Bellincioni reúne uvas de antiquísimos parrales para su exótico Sacha Tigre, mientras que Daniel Manzur logra elaborar el sabroso Viñas Elegidas Don Pilar criolla chica en Purmamarca.

Este renacimiento, liderado por las y los winemakers que han sabido aprovechar las cualidades únicas de la criolla chica, ya representa una gran oportunidad para recuperar un patrimonio valiosísimo de la vitivinicultura argentina.

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